En las polvorientas calles de Jericó, Bartimeo, un ciego mendigo hijo de Timeo, yacía al borde del camino, envuelto en la penumbra de la incertidumbre. A su alrededor, una multitud bulliciosa se agitaba, atrapada en el fervor de la noticia: Jesús de Nazaret estaba cerca.
Los discípulos de Jesús, envueltos en un halo de expectativa, caminaban junto a su maestro, absorbiendo cada palabra de sabiduría que fluía de sus labios. Entre la multitud, Bartimeo, privado de la vista pero no de la fe, escuchaba atentamente, anhelando una oportunidad para experimentar la luz de la esperanza en su oscura existencia.
Cuando Bartimeo escuchó que Jesús se acercaba, un destello de esperanza iluminó su corazón. Con un grito desesperado, clamó: “¡Jesús, Hijo de David, ten misericordia de mí!” Su voz resonó en el aire, atravesando la cacofonía de la multitud, alcanzando los oídos compasivos del Mesías.
La multitud se detuvo, sorprendida por la audacia del ciego mendigo. Algunos lo reprendieron, instándolo a callar, pero Bartimeo persistió con fervor renovado. Jesús, conmovido por la fe inquebrantable de Bartimeo, detuvo su paso y ordenó que lo trajeran ante él.
Con gestos llenos de compasión, Jesús se acercó a Bartimeo y le preguntó: “¿Qué quieres que haga por ti?” Con una humildad que conmovió el corazón de todos los presentes, Bartimeo respondió: “Maestro, quiero recobrar la vista”.
En ese momento, la multitud contuvo el aliento mientras Jesús, con un toque divino, restauró la vista de Bartimeo. El ciego mendigo, inundado por una oleada de asombro y gratitud, contempló por primera vez el mundo que lo rodeaba, iluminado por la presencia amorosa del Hijo de Dios.
La noticia de este milagro se extendió como un reguero de luz por toda Jericó, inspirando a muchos a creer en el poder transformador de la fe. Bartimeo, ahora testigo de la gracia divina, se unió a los discípulos de Jesús, dedicando su vida a proclamar las maravillas del Señor.